Recuerdos del 2 de noviembre

Día de muertos, una festividad importante en el calendario, celebrada como día festivo año con año. 

Tiempo para recordar a quienes se fueron, para descansar del trabajo acumulado desde el dieciséis de septiembre, para contar algunas historias y serenarse con el comienzo del frío. 

Pocos folclores son tan especiales en relación con las tradiciones del 2 de noviembre, una celebración netamente mexicana, con la unión de caracteres indígenas e hispanos. Una fiesta que se vive de diferente manera, dependiendo del lugar del país en el que se realice.

Pero independientemente de la diversidad de colores y costumbres, cada quien, como persona tiene algo diferente que contar. Para algunos se trata de un día de descanso más, para otros es el momento indicado para recodar a los familiares que escaparon de este mundo. Visitar cementerios, comprar flores de cempasúchil y comer pan de muerto, es parte de todo esto, de la manera en que cada persona experimenta el día de los fieles difuntos. 

Tal vez, lo más determinante para cada quién será la necesidad de recordar. Habrá quién quiera rendir un homenaje sincero a los que ya se fueron, habrá quién prefiera olvidar o simplemente vivir, sin temores ni afectos por el paso del tiempo. 

El día de muertos permite una infinidad de experiencias. Desde la fiesta nocturna y la apología del barullo hasta la profunda consagración religiosa coronada por misas y rosarios, pasando por las historias de terror. 

Las velas permanecen encendidas, las personas disfrazadas salen a las calles, los niños pequeños piden dulces, imitando al día de brujas. Hoy en día, la tradición anglosajona ocupa un lugar muy importante en la semana del 31 de octubre. Pienso que esto no tiene nada de malo, siempre y cuando no se pierda nuestra riqueza cultural, ni nos olvidemos de nuestras raíces.

En mi opinión, la máxima expresión de nuestro día de muertos, son los altares dedicados a las personas fallecidas. Un humilde camino de fuego, adornado con flores y papeles coloridos, un poco de tierra en forma de cruz, marcando el final de la vida, una ofrenda compuesta con pan, comida, e instrumentos personales. No pueden faltar las calaveras de dulce, el agua y la sal, ni tampoco las fotos del difunto. 

Tal vez nunca sabremos, si los espíritus pueden observar estas pequeñas muestras de afecto. Lo cierto es, que para los que nos quedamos viviendo en el mundo de lo tangible, esta representación mueve una gran cantidad de sentimientos, desde la admiración y el respeto profundo hasta el duelo, la tristeza y el amor. 

Nunca será fácil perder ser querido, ni se le deseará a nadie compartir aquella suerte a pesar de que a lo largo de nuestra vida enfrentaremos aquellos momentos de dolor. Un día todas las velas encendidas con las que convivimos diariamente se apagarán, una por una, en desorden, sin saber quién se irá primero.

Pero no son relevantes todas aquellas consideraciones que puedan realizarse sobre el final de nuestras vidas. Porque más importantes son todas las acciones que emprendamos antes de irnos, independientemente del tiempo incierto que nos quede por delante. No tener una fecha de caducidad en el mundo anunciada desde antes es parte inigualable de la belleza que tiene la vida.



Adrian Baltazar Bonilla Rivas


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