Semana Santa


Aguascalientes; lugar enclavado en el centro de México; un bastión del catolicismo en el país. Hace varias décadas, este estado junto con Jalisco, Guanajuato y Zacatecas fueron la cuna del movimiento cristero, que tuvo como principal objetivo la defensa de la libertad religiosa.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces; aunque vivamos en un sistema político "laico", el catolicismo es un pilar de la cultura de esta nación; así sea bueno o malo. Pareciera que el mexicano tiene un trato inquebrantable con sus creencias espirituales, a pesar del desprecio que muchas personas sienten hacia "lo tradicional" y el ascenso de otras posturas que inclusive niegan la existencia de un Dios; la Semana Santa permanece entre nosotros...

Unas palmas enormes adornan la parroquia de mi fraccionamiento, es domingo de ramos por la tarde y llego cinco minutos después del inicio de la misa. Encuentro algunos conocidos camino a mi asiento. Aquellas relaciones sociales dejan de importar cuando dirijo mi vista hacia el altar. Soy un hombre culpable que quizás no debería estar aquí, que por mis propias acciones no soy ningún santo, ni merezco el cielo, sino todo lo contrario.

Una vez más, miro hacia el frente. Los cantos de introducción han terminado y comienza la primera lectura, trato de concentrarme en lo que escucho, mientras la tarde cae en el interior del recinto. Los últimos rayos de sol inundan la bóveda que tiene la puerta en el poniente. Los motivos rojos que simbolizan la sangre derramada, hace más de dos mil años, brillan y resaltan por encima de las palmas y los ramos verdes, que sostiene la gente.

Cuando se trata de fe, todos tenemos una postura diferente, aunque compartamos la misma confesión y la misma parroquia. Pero, al menos para los católicos, hay un conjunto de principios y dogmas, que debemos aceptar en común...

En este momento, no importa lo culpable que sea, no es el momento del juicio, ni tampoco la hora de la muerte que mencionamos al final del Ave María. Es un domingo de ramos en la iglesia, comienza la semana santa una vez más, como cada año, un tiempo que servirá para descansar de la fatiga del trabajo, por lo menos.



Escucho la "Pasión de Nuestro Señor Jesucristo" narrada por el sacerdote y dos personas más. En mi mente dejan de tener relevancia mis problemas personales; fotogramas de la imaginación y películas entrañables pasean por mi cerebro. ¿Cómo olvidar aquella película dirigida por Mel Gibson que a más de uno conmovió?

Lentamente, comienzo a pensar en aquellos hechos que dieron origen a diversas manifestaciones religiosas y que marcaron la historia del occidente. Pues, independientemente de que se crea o no en la divinidad del Nazareno, aquella crucifixión cambió la cultura del mundo.

El cristianismo gira alrededor de un sacrificio, es la narración de la inmolación por excelencia; el sacrificio de Dios en persona:

"Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él." Juan 3, 16-17.

Medito en el interior de mi ser, ese santuario mundano e indigente del cual podría avergonzarme toda la vida, pienso en aquellos azotes, el bastón de caña en la mano, el manto púrpura y la corona de espinas. Pienso en la cruz áspera de madera, los clavos de hierro que fueron fijados por unos toscos martillos, atravesando la piel y el hueso, la esponja esponja con vinagre. las burlas de los fariseos y los soldados romanos, esa clase maldecida que el día de hoy sigue haciéndole daño a la humanidad. 

Pienso en aquel dolor, tan humano, que nunca podré experimentar como aquel hombre que murió un viernes santo, aquel sufrimiento tan profundo y desgarrador, que nadie quisiera experimentar. La imagen melancólica de su madre al pie de la cruz, en el sitio que los evangelios nombran como "el lugar de la calavera"...

Termina la homilía del padre, un calor tremendo comienza a sentirse. Es hora de las reflexiones más profundas, aquellas en las que la persona se enfrenta con la inmensidad, como un pequeño ser debajo de una montaña o un grano de sal contemplando la infinidad del mar.

Es el momento de intimidad, dónde lo sagrado se hace presente y los grandes misterios buscan tener un sentido...



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