El vuelo de un insomnio

En esta ocasión tengo el honor de compartir con ustedes uno de mis cuentos. 

Antes que nada quiero agradecer a los fieles lectores que semana tras semana visitan este blog. Gracias por dedicar algunos minutos de su valioso tiempo.

El siguiente relato está escrito en primera persona, con un narrador protagonista, consta de 946 palabras incluyendo el título. Utiliza la retrospectiva como herramienta principal, sirviéndose de esta para contar "una historia" adentro de otra. 

Espero que sea de su agrado.


El vuelo de un insomnio


Fue una de estas noches calurosas de junio que volví a descubrirla. El calor de todo el día no había cesado, a pesar de la ventana abierta y del cambio de posición en mi almohada. Sudaba, mientras la temperatura continuaba abrazándome sin querer soltarme, de una manera tan posesiva que nunca he experimentado.

Llevé mis manos a la cara, un poco desesperado, tal vez para sentir el aire en mis brazos. Tal vez resignado a no dormir por un rato. ¿Después de todo, qué más me quedaba? Al día siguiente podría levantarme más o menos tarde. De modo que aquel desvelo no me provocaría ningún daño, aunque mi mente estuviera nerviosa, queriendo huir.

Toqué mi cara, primero con una mano y luego con la otra. Lo hice como un ritual inconsciente, una oración silenciosa dirigida hacia mi propio ser. Pasé mis dedos índices por encima de mis cejas, peinando la oscuridad de la noche. Entonces me di cuenta... Hice una pausa, fue como si mi infancia me estuviera mirando. Quizás fue al revés; como si estuviera ciego y no viera nada, en medio de la penumbra, ni si quiera el presente.

Allí estaba mi cicatriz. El insignificante piquete de abeja a la edad de seis años. Fue increíble que hubiera sobrevivido al paso del tiempo, sepultado bajo una tormenta de años. Oculto en mi cara, sin ninguna razón aparente para no haber notado su mausoleo antes. ¿Será que nunca ando paseando por aquellas fechas?

Puede ser posible. A veces necesitamos notar un cambio en el mundo real para acordarnos de ciertos eventos. De fallidas memorias que apenas sobreviven, ansiando ser guardadas en un anaquel, una caja vieja de cartón o un archivo de lámina.

Vuelvo a pasear una mano suavemente, con cuidado de no lastimarme el ojo izquierdo. ¡Que sorpresas tiene la noche! Una pequeña círculo, como lleno de veneno se siente por debajo de la piel. Pareciera que un poco de mi primaria se quedó ahí, un dolor tremendo, paralizando el área, una risa y una lágrima, todo ello contenido en lo pequeño del espacio. Es algo tan nuevo y tan antiguo, que no sé cómo tratarlo.

De pronto recuerdo. Era una mañana, a la hora del recreo. El mundo parecía haberme sido regalado, las hojas verdes de los árboles brillaban, mientras el sol jugaba a esconderse y regresar. Mi desayuno casero, frío y cubierto por servilletas de papel esperaba ser devorado.

Acabando con él, quedaron en mi bolsillo diez minutos para regresar a las clases. Entonces estaba aprendiendo a leer, mientras mis escritos se limitaban a parecer jeroglíficos copiados del pizarrón. Quién diría que años después haría mejores letras para contar la misma historia que pude relatar con la boca.

Bastó con el beso de un insecto para que el ojo se me tornara morado. Como si un tren de carga chocara contra su alrededor. La abeja zumbaba, impaciente por morir, despedazándose en el aire, como un meteoro en el cielo, o un simple fuego artificial, desbaratándose poco antes de desaparecer para siempre.



Una maestra me ayudó, por desgracia no pude recordar su nombre. Creo saber de quién se trató y tengo mis sospechas. Una vertiente me dice que fue una viejita, otra, una secretaria joven que trabajaba en la dirección. Lo cierto fue que su coche perteneció a la década de los noventa, probablemente los primeros años, mientras mi historia sucedió apenas comenzaron los dos mil.

Sólo una mujer pudo conmoverse ante una escena tan sencilla. Como el aguijón se quedó descansando sobre mi frente, me apartó de la escuela y llevó hasta aquella máquina de color beige. Me trepé en el asiento del copiloto sin nada de miedo, con la confianza que sólo los niños tienen. Entusiasmado porque sería curado.

El tacto era suave, casi como si el terciopelo me separara del mundo. Yo estaba contento porque no entraría a clases y aquella era la primera pinta de mi vida.

El automotor comenzó a moverse, con el reflejo de los árboles y la bodega abandonada escurriéndose entre los cristales. Pasamos por las calles de mi fraccionamiento hasta visitar a un maestro que se decía jubilado. Con múltiples reconocimientos en sus paredes y trofeos armados sobre los libreros. Claramente viviendo en el pasado.

En cuestión de segundos, me arrancó parte de la ceja, que por suerte volvió a crecer, dejando la cicatriz que hoy siento. Fui devuelto al mundo con el ojo hinchado y una libertad increíble para inventar cualquier leyenda con mis compañeros. Como que me había peleado en la calle, quizás contra un cholo y le había ganado.

No sabía lo que decía, tenía seis años y para entonces los niños de nueve con cachucha o con cadenas me parecían peligrosos. A mis amigos también, que se quedaron creyendo en mi triunfo.

Qué alegría me daría confesarles mi mentira, el día de hoy. Aunque es tarde para hacerlo y mantengo contacto con pocos. Casi todos se esfumaron en la historia, entre casas y colinas que se separan unas de otras.

Esta noche me gustaría buscarlos, decirles lo qué pasó en realidad. No para saldar mi conciencia, ni porque me pesen los actos pasados. Sólo para que ahora, muchos años después, nos demos cuenta de que fuimos absurdos y lo seguimos siendo. Que vale más una victoria ficticia que las consecuencias del vuelo de una abeja.

Que ayer como hoy prevalece la mentira sobre la verdad, el insomnio sobre el sueño y el calor sobre el frío. ¿Será toda la vida un verano, en el que la temperatura nocturna nos impida descansar? En el que las apariencias y los dichos importen más que las cicatrices ocultas y la historia sencilla detrás de ellas. 

Adrián Baltazar Bonilla Rivas. 

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