En plena madrugada. Segunda Parte.

 


En plena madrugada. Segunda Parte

Aún no sale el sol, la bóveda celeste se ve más clara; sé que el amanecer está cerca. Se siente más frío que durante toda la noche y eso no parece causar estragos en nadie, ni siquiera en los hombres que traen sombrero y camisa de manta.

Aquí viene mi hijo José, caminando por en medio del empedrado. El templo de Nuestra Señora de Guadalupe está a dos cuadras de aquí y pueden verse sus dos torres desde donde estoy parado. Una pareja de esposos ha salido a llorar aquí afuera: se trata de unos amigos de Carlos que eligieron el fresco de la calle para desahogar sus penas. Quizás el hombre no quiere que lo vean llorar o tampoco desea que su mujer se retuerza de lágrimas enfrente de sus falsos conocidos.

–Me dijeron que siempre sí. ¿En cuál misa estará bien? ¿En la de las ocho o las diez? Ya no alcanzamos a la de las seis y media. –Me pregunta él, moviendo ese bigote afrancesado que le gusta traer.

–Por mí hasta las diez. ¿No sabes si la familia Esparza ya apartó una hora para Gelasio?

–No vendrán al pueblo, saben que todos los desprecian. Dicen las monjitas que van a mandar a traer un padre desde la Diócesis y que van a realizar la ceremonia en su hacienda.

–Pues si se esperan a que el padre llegue desde la capital, se les va a echar a perder el muertito. –Me río un momento. José me mira con seriedad, indignado por mi buen humor. Es un amargado y nunca entenderé su forma de ser. No cabe duda de que Carlos era mejor.

Entro a la finca y sin pensarlo dos veces, dejo pasar a algunos de nuestros peones para que depositen sus coronas de flores en el ataúd. Es lo que mi hijo hubiera querido. Algunas señoras refinadas comienzan a hacer malos gestos y me da gusto causarles sus caras de descontento. Son un montón de hipócritas, sólo están aquí para darse golpes de pecho y para criticar la vajilla de mi mujer, las tazas que les servimos y los platos con pan.

Veo que Ángela permanece al lado de mi nuera Jacinta. Su rostro es más sereno que el de todos los presentes, resulta irónico que es la más chica y al parecer quien mejor comprende el misterio de la muerte. Al igual que yo, Javier Alférez las mira con nostalgia, sólo que sus ojos revelan sueño, si no fuera por la aparición del alba, estoy seguro de que ya se hubiera quedado dormido de pie.

Ha sido un triste despertar para todos nosotros. Le doy algunas instrucciones más a José mientras mi esposa baja de nuestra recamara por las únicas escaleras que tenemos, esas que están escondidas en la parte de atrás y que nunca me han gustado. Si un día llegara a ocurrir una catástrofe y alguna pared se cayera sobre esa esquina, nos quedaríamos atrapados...

Me acerco hacia ella.

– ¿Siempre a qué hora va a ser la misa? –Me interroga. Sus labios lucen más hundidos que nunca, como si hubieran sido consumidos la noche anterior. Sus ojos están rojos, como conteniendo un fuego que lleva horas encendido.

–A las diez. Ya le dije a Pepito que lo arreglara. Y a Gelasio lo van a velar en su rancho, no lo traerán al pueblo.

–Ese señor perverso.

–Era un malnacido. –Le respondo intentando abrazarla. Ella da unos pasos hacia atrás y se acerca a la escalinata. Me dan ganas de preguntarle si no va a saludar a la gente como es su deber de anfitriona y dueña de la casa. Pero me resisto, no vaya a ser que le salgan más canas de las que ya tiene.

–Bajaré más tarde, Luis. –Comienza a caminar hacia arriba.

– ¿Qué pasa? ¿Esto es todo lo que dirás, mujer?

–Es lo único que puedo decir sin herirlo. –Me dirige una vez más esa vista encendida que siempre he amado.

– ¿No vas a velar a tu hijo? –Tomo su mano blanca, ella me suelta.

–Lo haré más tarde. Por eso le pregunté cuándo será la misa. Apenas son las seis y media, a esta hora no hay nada que hacer. Ni siquiera han puesto las gallinas.

–Como si tú recogieras los blanquillos…

–Basta Luis, dejemos de hablar de cosas sin importancia. Tú tuviste la culpa. Sabes que un padre siempre debe de cuidar a su familia, no importa la edad.

–Lo sé.

– ¿Entonces por qué dejaste que esto pasara? Sabías que no se llevaba bien con Gelasio, que Carlos lo odió desde que se enteró de algunas de sus mañas. ¿Por qué no lo detuviste? 

“Porque no creí que fuera capaz”, pienso en mi mente, estoy a punto de contestar y de terminar la pausa dramática cuando ella sigue hablando.

–Es el final de nuestra familia. ¿Cómo sabes que los Esparza no tomarán venganza? ¿Y si el gobernador envía alguien a que nos mate? Y si nos mandan a un sicario desde México, para que el pueblo aprenda y no se ande metiendo con los hacendados.

–Por favor, cálmate. –Suspiro, intento tomar aire, una de las criadas nos está observando. No puedo más con esta madrugada, mi voz languidece, una tormenta de sangre invade mi corazón. –No creo que eso pase, todos odian a los Esparza. Seguramente las demás familias se lanzarán en contra de los herederos, intentaran quitarles algunas de sus tierras, argumentaran viejas compras que nunca existieron.

–Tal vez tengas razón, pero te olvidas de Carlos. ¿Dejaste que muriera para que uno de nuestros amigos se hiciera más rico? ¿Para deshacerte de ese hombre maldito que era Gelasio?

No tiene sentido seguir hablando con ella. Nuestro matrimonio seguirá siendo igual de aburrido que siempre, en unos días, quizás cuando finalice el novenario, se le pasará el coraje y tal vez me perdone. Sólo queda una última cosa antes de comenzar los rosarios previos a la misa, antes de que el pueblo entero desfile en procesión fúnebre y la gente se amontone en el templo. Queda recordar cómo murió mi hijo, sólo lo haré esta vez, ahora que mi familia y amigos están dispersos...

A comienzos de este año, Carlos tuvo una pelea verbal con Gelasio. El joven cabalgaba hacia los terrenos que están a la orilla del río, allá donde la familia Esparza tiene sus dominios y cientos de hectáreas. Iba a vender pastura, había quedado de cerrar el trato con uno de los Alférez, pero para hacerlo debía de pasar por aquellos temibles lugares.

Iba solo. Pudo ver de primera mano los crímenes del dueño que hacía las veces de capataz, la forma en cómo explotaba a sus peones, los latigazos en sus espaldas desgarradas, el sol inclemente y la tierra molestando las heridas. Lo vio con esa expresión maligna que lo caracterizaba, un orgullo desbordado en el rostro, unos ojos turbios que nadaban en placer. Era un sádico, una especie de demonio.

Carlos desmontó. Discutió con él cerca de media hora, hasta que llegaron “los hombres” de los Esparza y lo sacaron de allí a punta de pistola. No sé cuántas veces más acudió a aquel rancho e hizo lo mismo. Lo cierto fue que no pudo quedarse con los brazos cruzados.

Hace poco, Esparza y su familia visitaron el pueblo en honor a las fiestas del Santo Patrono. Se cuenta que en una de esas noches de algarabía, cuando la mayoría de los habitantes esperaban la pólvora, Gelasio le faltó el respeto a mi nuera Jacinta. Nadie sabe qué tan tomado estaba, si se encontraba sobrio ni tampoco qué dijo. Yo pienso que tal vez le tocó las piernas, esa parte de los muslos que está oculta bajo el vestido y que permanece totalmente desconocida, de dimensiones inciertas, hasta que las manos llegan allí.

Mi hijo lo sorprendió y le dio varios golpes, aprovechando la distracción que provocaron los cohetes. Dejó al animal embarrado en el piso, con la sangre escurriendo por su inmunda boca. Todos lo encontramos así cuando bajamos la vista del cielo, los fuegos artificiales fueron los mejores que tuvimos en muchos años.

Desde ese momento, mi hijo más querido supo que estaba condenado. No quise intervenir a pesar de que me enteré de la confrontación unos días después. Carlos ya estaba casado y debía de ser un hombre maduro que arreglara sus problemas por su propia cuenta. Yo no tenía por qué estarme metiendo.

Pero su hermano Miguel no pensó lo mismo y fue el primero en pedirme que hiciera algo. Luego de él, mi esposa y Ángela sugirieron lo mismo. Sobra decir que no escuché a ninguno. Miguel buscó a Carlos para “resolver” el asunto y le ofreció su ayuda incondicional. Era dos años menor al difunto y siempre le tuvo más admiración que cualquier otra persona. Fue por esa fraternidad que no aceptó un “no” como respuesta. A pesar de los intentos de Carlos por disuadirlo, su hermano menor terminó siguiéndolo.

El día de ayer, tomaron dos caballos que pertenecían a la dote de mi nuera Jacinta. Eran dos equinos vivaces, uno pinto y otro bayo que no habían sido usados para ocasiones especiales. Únicamente habían sido montados por diversión y pasatiempo, para que sus patas no se acalambraran. Tal vez Carlos planeaba sobrevivir a aquella cabalgata endemoniada, pues no se despidió de su esposa y dejó que su hermano fuera con él.

Todo sucedió después de la hora de la comida. Testigos dicen que estuvieron en una fonda del centro, de muy buen humor, como se les veía siempre que iban a ese lugar. Luego sacaron dos rifles de la casa de Carlos, se los echaron encima y salieron del Pueblo por las calles de atrás.

Llegando a los predios de los Esparza, Carlos se adelantó, nadie sabe cómo supo dejar atrás a Miguel. Apareció frente a Gelasio y lo encañonó, usando ese Máuser que en algún momento de su juventud compró. Le disparó, quien sabe cuántas veces, no creo que hayan sido muchas descargas. Después de que su enemigo cayera al suelo, mi hijo fue acribillado por los guardias de la hacienda, que se percataron de su irrupción. También se derrumbó su propio peso, con la ropa llena de agujeros y fugas de sangre saliendo de ellos.  

Su hermano galopó en seguida, mató a varios de ellos, tirándoles desde lejos. Su poderoso caballo pinto supo vadear las balas en cada momento, haciendo que su jinete pudiera sortear la muerte, jugar con ella y ganarle. Habría acabado con todos de no ser porque prefirió acercarse al cuerpo inerte de Carlos que descansaba en el piso, boca abajo. Notó que estaba muerto y no tenía sentido llevarlo a ningún lado. A escasos centímetros de él, Gelasio Esparza yacía tendido, con los ojos infames mirando hacia el cielo que nunca alcanzaría.

Las últimas personas que hablaron con Miguel fueron mi esposa y Ángela, ayer por la tarde, cuando el sol estaba próximo a ocultarse. Mi vástago arribó como una tormenta, les contó lo sucedido, agregó que no había encontrado al caballo bayo de Carlos y se despidió de ellas. Les dijo que se marcharía por un tiempo, que se escondería de las leyes y que volvería cuando el crimen fuera olvidado. Yo no pude verlo porque me encontraba en el campo, atendiendo mis pendientes…

Casi siempre son los hijos los que hablan de sus padres, principalmente en los funerales. En esta ocasión me ha tocado hacerlo a mí, don Luis Machado, padre de mi querido Carlos, que en paz descanse, de mi amargado José, mi leal Miguel, mi dulce Ángela y otros más. Las mujeres de la familia, mis hermanas, demás hijas y nueras ya comienzan el rosario. La totalidad del patio, iluminado por los primeros rayos de la mañana, con sus bombillas eléctricas, sus plantas alrededor y personas vestidas de negro, se prepara para las oraciones.

El ataúd de mi hijo, cubierto de flores y rodeado por cuatro cirios se convierte en una especie de altar. Nuestros cuadros religiosos han sido bajados para la ocasión y puestos aquí, ante el ciclo interminable de la vida y la muerte. Ante un hombre que terminó con el peor demonio que pisó esta tierra, pagando con su propia existencia.

Se acerca una serie de ceremonias, el traslado, la misa, el entierro y el novenario. Esa serie de ritos que tanto me interesa llevar a cabo a pesar de no creer completamente en ellos. Aquí están mis amigos y familiares, los de mi hijo, los Alférez y también las señoras del pueblo. Los peones ocupan sus lugares detrás de la puerta que siempre está abierta y mi esposa está por bajar otra vez. Espero que pronto tengamos noticias de mi hijo Miguel o del caballo que sigue desaparecido.

Poco a poco, trato de convencerme de que este sacrificio era necesario, tal vez lo hago para justificar mis propios errores, la tragedia de mi descendiente que se entregó por nosotros. Sé que esta historia podría ser comparada con la religión y lo admito con tristeza, en esta casa llena de luto y dolor…

Henos aquí, unidos frente a la curiosidad, la desgracia, el sufrimiento y la libertad.


Autor:

Pipe Bonilla - Adrian Baltazar Bonilla Rivas, 2 de septiembre de 2015. 

El cuento originalmente se presentó para el VII Concurso Nacional de Narrativa "Elena Poniatowska", organizado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, en septiembre de 2015.

Crédito de la imagen:

Hacienda de San Ignacio, Aguascalientes, México. Fotografía publicada por "El Heraldo de Aguascalientes", el 9 de junio de 2016 en la liga: Poco explotada la riqueza histórica de las haciendas | El Heraldo de Aguascalientes  

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