En plena madrugada. Primera parte


En plena madrugada. 

Primera parte. 

Casi siempre son los hijos los que hablan sobre sus padres. Principalmente en los funerales y sepelios, lugares donde puede respirarse la muerte, oculta bajo docenas de flores recién cortadas que terminaran expirando en poco tiempo. La cera cae lentamente desde los cuatro cirios que rodean el ataúd de mi hijo y algunas personas que acaban de aparecer por aquí, en la vieja casa de mis padres, se impresionan con la llegada de la electricidad al pueblo.

Esta vez me toca contar la historia a mí, don Luis Machado. Ha sido una madrugada larga. Todavía me sorprende que hayan traído el cadáver ayer por la noche, que las autoridades lo respeten como si se hubiera tratado de un hombre muerto en duelo o de un muchacho abatido al salir de una cantina.

Todos los que han venido desde entonces me dicen que admiran a mi familia y a ese hijo caído que descansa. No sé por qué me siento agradecido con los pésames de aquellos que han atravesado aquella puerta de madera que casi siempre está abierta. Tal vez nunca tuve tanta atención.

Es cierto que mi hijo tuvo una muerte honorable. Mejor que la que muchos hombres como yo esperamos, porque no soy osado, algunos han predicho que moriré enfermo en mi cama. La primera en hacerlo fue mi abuela Lupita, una mujer que leía la suerte. Aunque debo confesar que nunca creí en su don, hoy en día me sigo preguntando por qué se cumplieron algunas de sus profecías…  

Es muy pronto para hablar de mi destino. Estoy sentado en la silla de madera que un día perteneció a mi padre, velando el cuerpo de uno de mis hijos en el zaguán. El sol todavía no sale y algunos gallos de los vecinos comienzan a cantar. Mi mujer está encerrada en nuestra alcoba matrimonial, la noche anterior lloró hasta quedarse dormida. Quisiera consolarla como debe de hacerlo el marido con su mujer, pero hace tiempo que dejamos de buscarnos. Ya somos grandes en edad, yo cincuenta y siete años mientras ella posee cincuenta y ocho.

La única mujer que permanece angustiada al lado del féretro, mirándolo con sus tiernos ojos somnolientos, es mi nuera Jacinta. Desconsolada ante la vida, con dos niños que cuidar por delante. Sabe que no hay nada en este valle seco de lágrimas que pueda traer a mi hijo de vuelta.

En vida fue Carlos Machado. Era alto como un quiote, de piel blanca, parecida a las tierras del norte que nos rodean, con brotes de mata en la barbilla y dos claros de agua en los ojos. Era un hombre hecho y derecho, más firme que cualquier árbol y más decidido que su padre, como si fuera una especie de león de montaña. Todavía era oriundo del siglo XIX y sus pequeños retoños llegaron en los albores del nuevo siglo.

Fue el más responsable de sus hermanos, aunque no por ello el más precavido. Desde que era chico supe que sería difícil de contener, pues miraba con férreo coraje y andaba de un lado para otro, de modo que constantemente se perdió en la casa o en el rancho.

Siempre disfrutó que fuéramos una familia con algún dinero. No somos ricos, ni atesoramos cientos de hectáreas como otros dueños, pero nuestras necesidades están cubiertas. Somos independientes, como hoy está de moda decirlo, con eso del Centenario. Tenemos algunos terrenos, peones, cultivos para aprovechar el temporal y varias cabezas de ganado. Desde hace años que somos la afamada familia Machado, humilde entre los patrones y los poderosos, pero con mejor suerte y dicha que nuestro pobre entorno.

Durante mucho tiempo me sentí orgulloso de nuestra posición, contrario a mi esposa que se mostró frustrada. Ella quería que hiciéramos negocios y que escaláramos de peldaño, que nos convirtiéramos en aduladores de los aduladores y buscáramos amigos en el gobierno. Pero yo vi con desdén sus ideas y probablemente mi hijo Carlos me heredó en ese aspecto.

Era un joven inquieto. Aunque no fue el primogénito, se convirtió en mi favorito para atender los asuntos de la familia cuando yo muriera. Su hermano mayor José, no alcanzó su nivel de destreza y desenvolvimiento. Pero sólo Dios sabe lo que hubiera pasado. 

Antes ocupaba horas enteras, apenas perceptibles en mi mente para pensar en lo que pasaría cuando yo me fuera de este mundo. Ahora que estoy en el funeral de mi propio hijo, que el cielo comienza a aclararse y los criados llevan café a todos los rincones de la casa, no quiero volver a pensar en el tema.

Mi hija Ángela, la más chica se acerca hacia mí. Tiene quince años, una boca rota de tristeza y un vestido negro cubriendo sus brazos. Su piel es tan blanca que la ropa oscura se vuelve profunda y densa cuando la usa, haciendo imposible, por un momento, la idea de que pueda existir la luz.

–Recuerdo todo de él, papá. Su sonrisa, la última vez que lo vi y su cara triste cuando lo trajeron ayer en la noche, todo balaceado, con la ropa ensangrentada.

–Cállate, Ángela, no tienes por qué decir eso.

–No puedo; es una de esas madrugadas templadas que le gustaban. Veo el zaguán de la casa, con estas tinieblas y esas estrellas en el cielo. Luego, luego me acuerdo de cuando era niña y me cuidaba. Las veces que jugamos aquí, que regañó a Miguel porque me pegaba. Y sus borracheras con sus amigos, antes de que se casara, cuando entraba aquí en plena alba, desvelado, buscando dormir mientras yo me preparaba  para empezar con mis mandados.

–Lo curioso es que Miguel salió huyendo después del escándalo. Tu madre cree que se fue Estados Unidos aunque yo lo dudo. –Le respondo con frialdad.

–Y por lo menos, ¿usted sabe cómo ocurrieron las cosas?

–Claro que sí. Yo me entero de todo lo que pasa aquí.

– ¿Y por qué no hizo nada para detener a Carlos?

Su pregunta me hiere en el alma. No puedo darme el lujo de contestarle con debilidades. La criada, Rosa me acerca otro café que bebo con gusto. Le pregunto si le ha servido algo a la bola de peones que espera afuera de la casa.

–Ahorita salgo, patrón. Primero quería atenderlos a ustedes. Y dice el señor Alférez que quiere darle el pésame.

–En un rato me acerco con él. –Guardo silencio mientras Rosa se aleja. –Después de todo son los amigos de la familia los que deben de buscarlo a uno en estas situaciones. –Le digo a Ángela.

Vuelvo a dar otro sorbo a la taza y casi termino de consumirla. El aire fresco parece colarse desde el cielo, por arriba de la construcción y me pregunto si mi esposa no habrá despertado ya. Pobrecita, con todo lo que ha pasado, supongo que no ha de querer abandonar la cama. Debe de estar decepcionada de nuestro hijo hoy difunto, ese que en un afán justiciero asesinó a don Gelasio Esparza y fue fulminado por los rancheros de este.

Sé que existen cientos de combinaciones y circunstancias donde los actos de Carlos habrían sido considerados como deshonrosos. Hace rato hablé con una monja, quien me aseguró que mi hijo se irá al infierno por morir en pecado mortal. También me dijo que me olvidara por completo de la misa de cuerpo presente, porque ningún padre querría darle cristiana sepultura. ¡Como si fuera un liberal de los tiempos de Juárez! No cabe duda que las ideas familiares se van repitiendo.

Sin embargo, con tanta gente hablando de él, con todo el pueblo interesado, ricos y pobres por igual, probablemente la iglesia cambie de opinión. Al párroco le conviene que todos asistan a su templito y cooperen con la limosna. Seguramente las señoras que siempre miraron a Carlos con buenos ojos harán cuantiosas donaciones. Y los pobres, esos con los que el muchacho se codeaba también darán sus pocos centavos en el canasto de caña. Hoy más que nunca me he dado cuenta de que mi crío fue más querido que yo.

¡Cómo no haberlo amado! Si era muy dadivoso, pagaba cuanta cosa necesitaran los demás, a los trabajadores los recompensaba mejor que en otros lugares y para él no existía la idea de las tiendas de raya. A sus amigos de sociedad les invitaba el vino o el tabaco y hacía buenos regalos cuando llegaba el día de su santo. A mí, por ejemplo, me obsequió varias pipas que fue comprando a través de los años. No era una mala persona, la región entera podría atestiguar a su favor, llegado el día del juicio final.

El hombre que mató era un monstruo. Tan despiadado y cruel que la humanidad preferirá olvidar su recuerdo, no creo que ningún libro de historia hable de él. Gelasio Esparza fue el peor hombre que esta tierra dio y no lo digo para defender a mí desafortunada descendencia. De hecho, en este momento también están velando a Gelasio en su hacienda y sé que muy pocas personas están allí, porque a todos los demás los he visto por estos rumbos. 

Desde hace muchos años se cuenta una cantidad de rumores sobre aquel villano. Dicen que mató a uno de sus hijos, aventándole por un barranco cuando era un bebé indefenso. Dicen que profanó a muchas mujeres sin importar que estuvieran casadas, que asesinó a diestra y siniestra. ¡Qué importa si es verdad o no! Era cruel con sus trabajadores, les daba latigazos y los humillaba. Él mismo, siendo propietario de su fortuna, hacía las veces de capataz, por simple placer. Era un hombre malagradecido con el mundo, que aun teniéndolo todo disfrutaba con el sufrimiento de otros.

Y pensar que mi hijo fue quien le puso final, sacrificando la propia vida.

–Don Luis ¿Cómo está usted? Espero que se encuentre bien.

–Gracias. –Le contesto tranquilamente. Es Javier Alférez, un viejo amigo de la familia. Casi tiene mi edad y por eso se acerca con tanta naturalidad, sin miedo de ofenderme.

Sostengo una conversación más o menos fría con él. Tantos años y no se ha dado cuenta de lo huraño que soy. Podría desconfiar de él, cortarle la plática e irme, pero sé que lo hace por solidaridad y por esa compasión que a pocos nos queda.

– ¿No sabes si ya abrió el párroco su puerta?

–Todavía no lo sé, Luis.

– ¡Por Dios! Hay misa a las seis y media de la mañana. Ya casi es esa hora y además es domingo.

–Descuide, Machado. Su hijo será recordado por siempre. No podrá negarse el cura.

Le vuelvo a dar las gracias. Hace media hora que mandé a José, mi  primer vástago a hablar con el sacerdote y hasta el momento no ha regresado. No entiendo por qué me preocupa tanto la misa de Carlos; he dudado durante años, preguntando el nombre de Dios, debatiéndome entre lo que dicen y lo que logro creer. Sin embargo aquí estoy, en el patio central de la vieja casa de mis padres, ya fallecidos hace años. Con un abrigo negro, ante la vista de los ricos y los pobres, como si las dos clases sociales no se odiaran. 

Helos aquí, unidos ante la curiosidad, la desgracia, el sufrimiento y la libertad. Mientras unos vienen aquí, como un compromiso de sociedad, otros están esperanzados. Piensan que después de él vendrán otros salvadores más, otro mesías que eliminará a los tiranos como Gelasio y los apacentaran de manera paternal.

Hay un toque de santidad en mi hijo que no he conseguido comprender. Sé que no fue un mártir en el sentido completo de la palabra, tampoco tuvo una vida de contemplación. Pero merece estar en el paraíso si es que existe. Le dio una ilusión a esta gente, es lo que pienso cuando me dirijo a la puerta y encuentro a los campesinos apilados alrededor de ella. Todos rezan por Carlos, algunos quieren ver su cuerpo y le dejan flores. Me pregunto si algún día, todos ellos veneraran a otro hombre común y corriente como él, que se haya atrevido a sobresalir.

Esta historia continuará…


Autor:

Pipe Bonilla - Adrian Baltazar Bonilla Rivas, 2 de septiembre de 2015.

El cuento originalmente se presentó para el VII Concurso Nacional de Narrativa "Elena Poniatowska", organizado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, en septiembre de 2015.

Créditos de la imágen:

Pintura "Un funeral", 1981 de Anna Kristine Ancher, fuente: https://es.wahooart.com/@@/8XXDEC-Anna-Kirstine-Ancher-Un-Funeral

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Gotas aisladas 2024

Conociendo a un autor; Carlos L. Alvear

El primer amor